Aquella mañana hacía frío, más de lo habitual. Por muy acostumbrados que estuviéramos a los duros inviernos de la Mancha, días como ese, uno no saldría del nido. Pero había que ir a por comida para los niños y para nosotros. Los dos primeros viajes los di yo, no muy fructíferos, algún bichejo, alguna miga. Luego salió ella. La vi alejarse, pero no hacia la plaza como hacíamos siempre, sino hacía arriba, hacia la cubierta del gran edificio circular.
Cuando hacía frío sus chimeneas nos calentaban pero el humo era mareante. Había que tener cuidado de no exponerse excesivamente. La vi apoyarse en el borde, hinchar el plumaje, recibir el agradable calor. Pensé, vale, déjalo ya, ya basta, venga, sal de ahí... Pero no se movía, no sabía qué hacer, si salir a por ella y dejar a los pollos solos, o esperar con ellos. El tiempo que tardé en decidirme fue el necesario para la atrapase el sueño. Cuando estaba llegando, la vi caer. Intenté acercarme, pero el calor era demasiado intenso. Esperé, pero no salió. Se acabó, de repente, mi mundo se hundió por ese pozo siniestro, mis sueños se desvanecieron en esa oscuridad, todo lo que tenía fue engullido por esa garganta abisal...
Ha pasado mucho tiempo y los niños hace mucho que dejaron el nido. Este invierno también es frío, como aquel. Hoy, dando un paseo con mis ya casadas alas, he visto un vecino nuevo en el edificio circular. Ha dejado las migas del mantel en el alfeizar de la ventana, para nosotros: parece buena gente.
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