viernes, julio 03, 2009

Una vieja historia


Hace ya unos años, en 2001, nos juntamos un grupo de compañeros del trabajo para compartir algunos relatos breves. Hoy he estado removiendo recuerdos en discos duros, y me ha aparecido el mío (también la foto que ilustra el post). No sé si alguien lo leerá ahora, pero es lo mismo. Por si acaso, ahí va...


Día más, día menos
© Caiuslacer, 2001.


Los sábados de primavera suelo ir al Retiro. Me gusta disfrutar un buen libro tumbado en el césped o sentado en un banco, especialmente en uno situado bajo un gran cedro, cerca del Palacio de Cristal.

Jamás olvidaré lo que sucedió un 20 de abril. Mientras yo leía en mi banco favorito observé como un anciano, de tez rosada y barba canosa, rondaba a mi alrededor, indeciso arriba y abajo, sin detenerse, pero sin dirigirse a ningún lugar. Pensé que quizás querría sentarse, así que me desplacé hasta uno de los extremos del banco, dejándole la mayor cantidad de espacio posible.
Mis sospechas eran ciertas, y tras un par de titubeos, de idas y venidas, se sentó no sin antes afianzar un bastón que le servía de punto de apoyo para mover ese mundo que era su vejez. Continué leyendo, de manera mecánica, sin asimilar nada, ya que de reojo y de oído, vigilaba a mi compañero de banco. Su actitud era extraña. Miraba al frente, pero sus ojos parecían estar mirando atrás, dentro de sí mismo. Si el ojo humano es una cámara fotográfica, sus ojos eran proyectores de cine, que intentaban expulsar imágenes registradas tiempo atrás. Sus pupilas se empañaron; el esfuerzo del vómito visual parecía hacerle llorar.

Así permanecimos un buen rato. Yo con mis ojos en el libro y la mirada en los suyos, que, tras no poca resistencia, dejaron caer una lágrima. Avergonzado le pregunté que si se encontraba bien, si necesitaba algo.

- No, gracias joven –me contestó, con una voz firme y un acento extraño que delataba su origen extranjero.

Me presenté, y me dijo que se llamaba Karl, que era checo, pero que había vivido en España hacía mucho tiempo, y que luchó en la Guerra Civil del lado de la República. No pude reprimir contarle que estaba estudiando historia, y que el tema de la Guerra Civil me parecía extremadamente interesante, aunque sólo fuera como vacuna para el futuro.

Me contó que había estado en las brigadas internacionales y que después de la Guerra Civil, también había participado en la Guerra Mundial. Casi 10 años de guerra, pensé mientras comprendía la profundidad de sus arrugas, y me preguntaba por el brillo de su mirada. No pude evitar preguntarle que hacía allí tanto tiempo después.

Su historia fue fascinante. En Madrid, en la guerra, un veinte de abril, en aquel mismo banco, en nuestro banco, había declarado su amor a una miliciana de Asturias, la que según me contó, fue el amor de su vida. Su nombre era María, un nombre vulgar que llevaba siempre en el corazón. Pasaron quince días inolvidables, pero al final él tuvo que partir al frente, hacía Segovia, mientras ella permanecía en Madrid. Se comprometieron y decidieron que ese banco y ese cedro sería su lugar, el símbolo de su amor.

Cuando volvió del frente, o mejor dicho, cuando el frente llegó a Madrid, encontró su nombre y sus apellidos en una de las listas de victimas de los bombardeos. La retirada apresurada tras la caída de Madrid, le impidió comprobar esa noticia que nunca terminó de creer.

Durante la Guerra Mundial hizo intentos por conseguir más información, pero le fue imposible. No salía de mi asombro cuando me contó que desde que consiguió el primer visado en 1963, había venido todos los años, todos lo veintes de abril a ese mismo banco. Que había esperado todas la mañanas, confiando en que en aquella lista habría un error, que María volvería. Que siempre volvía solo a Francia donde vivía, pero que seguía viniendo, y que así lo haría mientras su cuerpo aguantase.

El resto de la mañana lo pasamos hablando de María, no paraba de describírmela con todo detalle, como si la acabara de ver, como si los cincuenta y tantos años que nos separaban a los tres no existieran, no fueran más que una macabra broma del destino. Me despedí de él deseándole suerte en su búsqueda, y con el compromiso de volver a vernos allí mismo al año siguiente.

De vuelta a casa pensé en cuantos peregrinos como él habría en el mundo. Cuantos buscadores de un pasado no olvidado, de un sentimiento congelado. Cuantos bancos del parque también tendrían su Karl y su María, y cuantos nos sentaríamos en ellos sin saber lo que para otros representaban. La importancia de las cosas es relativa, la de las personas absoluta. Pensé que mientras ese cedro siguiera floreciendo en primavera, su esperanza seguiría viva, y que tenía que escribir su historia, para que todos respetasen ese lugar y a esas personas.

Al día siguiente volví. Quería tener todos los detalles para escribir esta historia, para describir aquel lugar mágico. Me senté junto a ella, y le dije:

- María, tengo una gran noticia para ti.

No hay comentarios: